miércoles, 13 de mayo de 2015

(1880) Émile Zola - Nana

Naturalismo, prostitución, Muffat, Nana, Zizí, Georges Hugon, Héctor de la Faloise, Steiner,


"Aquello era sofocante; las cabelleras se aplastaban contra las cabezas sudadas. Desde hacía tres horas que permanecían allí, y el aliento había caldeado el aire con un olor humano. A los reflejos del gas, los polvillos en suspensión se condensaban, inmóviles, bajo la lámpara. La sala entera vacilaba, se deslizaba en un vértigo, laxa y excitada, cogida en esos deseos adormecidos de medianoche que balbucean en el fondo de las alcobas. Y Nana, frente a aquel público subyugado, a aquellas mil quinientas personas hacinadas, ahogadas en el abatimiento y el desorden nervioso de un final de espectáculo, permanecía victoriosa con su carne de mármol y con su sexo, cuya fuerza podía destruir a toda aquella gente sin que se la atacase a ella."

Segunda mitad de los años 60 del siglo XIX, últimos años del Segundo Imperio. Francia ha salido escaldada de la guerra contra México pero ya planea la contienda contra Prusia. Bismarck, ese impertinente, es el enemigo a batir. La victoria sobre él sanará las heridas y restituirá la maltrecha moral nacional. La guerra no tardará en producirse y la derrota será dolorosísima. Tanto, que será la sentencia de muerte del imperio. Tras él vendrá la Tercera República y bajo su inicial desamparo, la experiencia socialista emergerá de las profundidades de la sociedad para gobernar París unos cuantos meses. Pero todo eso aún no es más que un futuro contingente, una sucesión de acontecimientos no consumados. Es el segundo lustro de los 60 y París vive ciega a su futuro. Sus clases acomodadas viven obnubiladas bajo el influjo de una espiral desenfrenada de lujo y goce. Sus oídos solo son capaces de oír un nombre: "Nana, Nana, Nana", repite el eco de las calles; "Nana, Nana, Nana" es el estribillo de la canción. Banqueros, marqueses, condes, periodistas... nadie escapa a su confitada melodía que, en lo más profundo de su ser, lleva escrita los compases de su propia autodestrucción.

¿Pero quién es Nana? ¿Por qué todo el mundo está pendiente de ella? Nacida y criada en los arrabales parisienses, Nana es hija de una planchera y de un alcohólico. Es el fruto de la degradación de cuatro o cinco generaciones de borrachos. Pero también es una muchacha por la que beben los vientos todos los hombres de posición de la capital, cuya degradación no se ha manifestado en su aspecto físico sino que, muy al contrario, ha sido dotada de todas las virtudes corporales: anchas caderas, muslos rollizos, pechos generosos y cabellos de oro; el canon estético de la época. Nana es todo voluptuosidad y lo sabe. Trabaja en un espectáculo de variedades de poca monta donde se representan comedias y operetas. Y es la estrella del plantel. Su sola presencia eclipsa a la del resto de actores y actrices. No tiene una buena voz. Carece de dotes escénicas. Pero desborda desparpajo y un solo movimiento suyo, un sutil contoneo de su figura, basta para sugerir la promesa de sus encantos y provocar la lascivia entre el respetable.

Además de actriz, Nana se dedica al oficio más antiguo del mundo, que dicen —no en vano el código de Hammurabi ya regulaba la actividad—. Por sus brazos desfilan príncipes, condes, marqueses, periodistas, banqueros o militares. En un primer momento, ejerce la actividad de manera lisonjera, sin prestar demasiada atención a los detalles, sin compromisos ni ataduras, por puro goce. Sus encantos son recompensados abundantemente, pero sin necesidad de que tenga que pedir la cuenta, por motu proprio de los beneficiarios de sus servicios.

"Las riquezas amontonadas, los muebles antiguos, las telas de seda y oro, los marfiles y los bronces dormitaban en medio de la luz rosada de las lámparas, mientras que de todo el hotel silencioso ascendía la plena sensación de un gran lujo, la solemnidad de los salones de recepción, la amplitud confortable del comedor, el recogimiento de la amplia escalera, con la blancura de las alfombras y de los asientos. Aquello era un alargamiento brusco de sí misma, de sus necesidades de dominio y de gozo, de su deseo de poseerlo todo para destruirlo todo."

No obstante, más tarde trocará en ruin especuladora de su cuerpo, en presidenta del Banco Central de Nana. Ejercerá el señoreaje sobre su cuerpo, usándolo como unidad de cuenta y herramienta de cambio para la adquisición de todo tipo de riquezas. Envilecerá con ello su persona, pero sobre todo a quienes representan a aquellos que abocaron a las generaciones pasadas de familias como la suya a la miseria. Pagará con la misma moneda de degradación a los artífices del sistema de pobreza institucionalizada vigente. Por ello, Nana es una especie de figura antiheroica, una especie de factor redistribución cósmica fruto de la perversión y de la concupiscencia de las clases dirigentes, de las clases poderosas de la época.

Porque la decadencia de la nobleza y de la alta burguesía, estamentos que apoyaron el régimen tiránico de Napoleón III, es el tema central de Nana. Una decadencia producto de la concupiscencia, del goce y el disfrute excesivos de los placeres sensoriales. Nana simboliza el espejo en el que contemplar las miserias y debilidades de los poderosos de facto. Con ello, Zola carga las tintas contra el Segundo Imperio, estableciendo la relación metonímica entre la decadencia de la clase adinerada y la decadencia del régimen tiránico.

A pesar de las habilidades de Zola para construir estas ideas y de plasmarla en personajes con más sombras que luces, y que por ello mismo resultan fascinantes, resultándole difícil al lector ubicarlos en el espectro moral de grises, esta novela dista bastante de la perfección.

Buena culpa de ello la tiene su primera parte, que consta de un estilo excesivamente fragmentado. Hasta el noviazgo con Fontan, el desarrollo de la trama es errático. Zola centra todos sus esfuerzos en presentarnos los principales escenarios donde la perversión tendrá lugar: el teatro o el piso de Nana. Y también en la panoplia de personajes que se darán cita en todos esos lugares. Durante las primeras páginas resulta sencillo perderse ante la marabunta de nombres con que se avasalla al lector. Nombres que en ningún caso vendrán acompañados de descripciones psicológicas profundas, las cuales siempre ayudan al lector a fijar las distintas identidades. Zola se contenta, en cambio, con presentarnos un ritmo cuasi cinematográfico, similar al de esas películas corales en las que se dan cita numerosos personajes y en las que las conversaciones se cortan y se retoman abrupta e inesperadamente, no terminando nunca de llegar a buen puerto. Aquí Zola quiere mostrarnos la superficialidad del ambiente parisino de la época, las artimañas que la gente-bien deben poner en práctica para escapar a las miradas y comentarios indiscretos de su entorno. Y elige una técnica que hasta cierto punto resulta original, demostrando su ambición como escritor. Sin embargo, considero ese plan de acción fallido y, a pesar de que Zola es capaz de mostrarnos sus intenciones sin revelar el premio gordo, creo que gran parte del material de la primera parte podría haber sido elaborado de una manera más conspicua.

Por supuesto, hablamos de Zola, y los personajes acabarán atados y bien atados. La segunda parte del libro es portentosa, y tanto en lo que se refiere a Nana como al resto de personajes principales, el escritor francés hará los deberes. En parte, porque es en la segunda parte donde asistimos a la transformación moral de Nana, a su lado oscuro. Pero también porque las situaciones irán concretándose más, perdiendo ese trasfondo brumoso e indefinido tan incómodo para el lector durante las primeras páginas.

Novena entrega de la serie de Les Rougon-MacquartNana es la historia del ascenso y caída de una joven procedente de los arrabales y una metáfora de la decadencia de la alta sociedad en la Francia del Segundo Imperio. Para aunar ambas vertientes, Zola diseña un personaje antiheroico por el que el lector no puede evitar sino sentir al mismo tiempo desprecio y admiración. Nana es un torrente desbocado de impulsos. Y puesto que se alimenta de las debilidades de los hombres que encuentra a su paso, en la medida en que no toma prisioneros en la consecución de sus fines, nos genera una sensación desagradable producto de la gratuidad de sus acciones y caprichos. Pero también, en su inconsciencia, Nana ejecuta el papel de agente redistribuidor de degradación, aquella de la que sus víctimas son responsables en tanto que cómplices del sistema generador de pobreza de la época. Zola nos conduce como ovejitas por el redil para hacernos sentir la ambivalencia del desprecio por el personaje y la admiración por la función catalizadora que desempeña en el drama de la Historia. Ese es su mérito y su genio como fabulador. Sin embargo, en el proceso, incurre en algunas inconsistencias como narrador y el resultado final no es todo lo redondo que nos gustaría que fuera.

"Permanecía sola, de pie, en medio de las riquezas amontonadas de su hotel, con un pueblo de hombres abatidos a sus pies. Como esos monstruos antiguos, cuyo reducido dominio está cubierto de osamentas, ella ponía los pies sobre los cráneos, y la rodeaban las catástrofes [...]. Su obra de ruina y de muerte estaba consumada; la mosca escapada de la basura de los arrabales, llevando el germen de las podredumbres sociales, había envenenado a aquellos hombres nada más posarse sobre ellos. Aquello estaba bien, era justo, había vengado a su gente, a los pordioseros y a los desheredados. Y mientras en su gloria su sexo ascendía y resplandecía sobre sus víctimas caídas, al igual que un sol que se alzase iluminando un campo de matanza, ella conservaba su inconsciencia de animal soberbio, ignorante de su obra, siempre buena muchacha. Ella seguía con sus carnes, rolliza, con buena salud y una buena alegría".

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