viernes, 3 de abril de 2015

(1945) Bertrand Russell - Historia de la filosofía occidental


Filosofía, historia, Platón, Spinoza, Aristóteles, Agustín, Nietzsche, Locke, Berkeley


"Cuando un hombre inteligente manifiesta una opinión que nos parece evidentemente absurda, no deberíamos intentar comprobar que está en lo cierto, sino averiguar cómo llegó a tener la apariencia de una verdad. Este ejercicio de la imaginación histórica y psicológica amplía nuestro pensamiento y nos ayuda al mismo tiempo a reconocer cuán necios parecerán muchos de nuestros prejuicios más acariciados en una época de espíritu distinto."

Si intentamos pensar cómo debería ser idealmente una historia de la filosofía o, más genéricamente, una historia de las ideas, algunos de los criterios que se nos vendrían a la cabeza serían: adecuada ubicación de las ideas de los autores en el contexto de su época, nítida panorámica del pensamiento de los filósofos o científicos, desarrollo pormenorizado de las relaciones entre los distintos conceptos manejados por los autores, plasmación de las consecuencias teóricas en el seno de la investigación teórica y de las consecuencias prácticas (si las tuviera) en la época de los planteamientos expuestos, exposición de las relaciones "paterno-filiales" de las distintas teorías, bosquejo biográfico de los productores de ideas para comprender los avatares más importantes de su vida con el fin de poder llegar a establecer posibles nexos de unión entre sus teorías y sus vidas. Esta lista no exhaustiva podría ser una buena aproximación para afrontar dicha tarea, pues a pesar de que los criterios mencionados no parecen ser suficientes, no parece dudoso que sean necesarios. Y sin embargo, de ser esto así, deberíamos concluir que la "Historia de la filosofía occidental" de Russell no es una buena historia de la filosofía. Pero no creo que debamos concluir eso.

Una de las cosas que más llaman la atención de esta historia de la filosofía, como bien apunta Jesús Mosterín en el prólogo de la obra, es la descompensación en la importancia dedicada a las distintas épocas. De las 900 páginas con las que cuenta el volumen, casi 350 están dedicadas a la filosofía antigua, 200 a la filosofía católica, 200 a la filosofía moderna y apenas 170 a la filosofía desde Rousseau hasta nuestros días, periodo en el que precisamente se da la mayor concentración de ideas y filósofos más interesantes. Apenas se dedican diez míseras páginas a describir la filosofía del análisis lógico, filosofía de la cual Bertrand Russell era máximo conocedor por tratarse de uno de sus más insignes fundadores, y ni tan siquiera se mencionan las distintas corrientes existencialistas. No hace falta haber estudiado mucho para percatarse que tal ponderación es un disparate. Pero tiene una explicación apelando a los avatares vitales del propio Russell.

Los últimos años de la década de los 30 dieron con Russell en EEUU. Primero con motivo de unas conferencias en la Universidad de Chicago (a partir de las cuales nacería su libro Investigación sobre el significado y la verdad) y posteriormente siendo nombrado profesor del City College de Nueva York en 1940. Sin embargo, y ante tal nombramiento, el obispo Manning acusó a Russell de sentar cátedra de indecencia  y de corromper a la juventud (no recibes la carta de naturaleza como filósofo hasta que no te acusan de corromper a la juventud, al parecer). Con ello, se creó una campaña mediática en contra de Russell y el juez McGeehan, fanático católico de origen irlandés, le sentenció con las desposesión de su cátedra de lógica y filosofía. Todo porque Russell consideraba la moral cristiana en lo referente a la sexualidad y la reproducción como hipócrita, cruel e irracional. En su libro Matrimonio y moral abogó por el control de la natalidad (con la implementación de los correspondientes métodos anticonceptivos) y siempre fue un defensor de la destabuización de las cuestiones sexuales. Como fuera que Russell no podía regresar a Inglaterra debido a que ésta estaba aislada debido a la segunda guerra mundial, el filósofo anglosajón tuvo que ganarse las habichuelas como pudo. En estas apareció providencialmente el millonario Albert Barnes, ofreciéndole una generosa beca de cinco años para poder trabajar en una historia de la filosofía a tiempo completo. Durante los primeros dos años Russell gozó de las comodidades que le brindó el magnate americano. Sin embargo, un encontronazo entre Barnes y Patricia, la tercera esposa de Russell, dio con la cancelación del contrato y con Russell de patitas en la calle. No acostumbrado a dejar las tareas a la mitad, Russell terminó la obra en los siguientes dos años, ya sin las comodidades y prebendas de las que gozara antes. Y toda esta historia explica el porque este libro está tan descompensado: simplemente Russell disfrutó de menos tiempo y peores condiciones en la segunda mitad de la redacción que en la primera.

Otro de los defectos que tiene la obra viene de los prejuicios que Russell muestra en relación con algunos filósofos. Nietzsche, Maquiavelo, Jenofonte y algunos otros posiblemente no estén representados con toda la justicia que sus filosofías merezcan. Es una pena porque muchos de los análisis que hace Russell de las filosofías de esos autores, a mi entender, son correctos. Sin embargo, resulta antiestético ver al filósofo inglés ubicado de antemano para la contienda y la batalla, mucho antes de la exposición nítida de las teorías en cuestión. En cierta forma, es como si Russell, actuando de esa manera, no siguiese la máxima que él mismo menciona y que encabeza estas líneas.

No obstante, lo que para los autores antes mencionados resulta un error, para la inmensa mayoría de los filósofos explicados en este libro termina resultando un acierto. Resulta útil, refrescante y placentero seguir las diatribas intelectuales de Russell contra los filósofos del pasado cuando éstas las realiza desde el respeto y desde la honestidad de dar el do de pecho en la exposición de las ideas que luego intentará refutar. En cierta forma, leemos a un Russell que ya se sabe parte de la historia de las ideas y, en esas condiciones, pelea de igual a igual contra la tradición. Ello podría hacer parecer que, una vez más, Russell se salta a la torera la cita que preside estas líneas. Sin embargo, hay que distinguir la comprensión de una teoría en el plano puramente psicológico por mediación a las creencias aceptadas en una época y el peso que ésta ejerce sobre el pensador, y la propia verdad o veracidad de las tesis expuestas. La primera cuestión atañe al método que uno puede seguir para hacerse racional una tesis que hoy en día puede ser considerada absurda; tal método consistiría en la desposesión de las creencias actuales que invalidan la tesis en cuestión y el abrazo de las creencias del pasado que la respaldarían. Sustituir unos prejuicios (verdaderos o falsos) por otros. La segunda cuestión atañe a la verdad de la tesis en cuestión. Si confundimos ambas cuestiones, podríamos llegar a abrazar una suerte de relativismo epistémico. Sin embargo, Russell no incurre en ese error y, con ello, es capaz de discutir con el pasado en términos de la verdad de las tesis defendidas y de comprenderlo en términos de los prejuicios soportados por esas tesis. De modo que consigue mantenerse firme en la cita que preside estas líneas al mismo tiempo que ejerce la labor de picapleitos filosófico. Y el lector lo agradece.

Más allá de estos aspectos, la Historia de la filosofía de Russell brilla con luz propia debido al tono distendido pero sobrio, al humor afable con el que se encaran algunas cuestiones, a la erudición que Russell demuestra en áreas muy disyuntas del saber y a la perspicacia, intuición y claridad expositiva con la que a menudo alumbra las ideas expuestas. Sirva de muestra la siguiente cita, en la que establece una brillante analogía entre el cristianismo y el marxismo en su concepción de la historia, y en la que aúna rigor, originalidad y cierto humor desenfadado:

"La ejemplaridad judía de la Historia, del pasado y futuro, es de tal índole que llama poderosamente a los oprimidos y desafortunados de todos los tiempos. San Agustín adaptó esto a la cristiandad, Marx, al socialismo. Para comprender a Marx psicológicamente, se debería emplear el siguiente vocabulario:

Jehová: Materialismo dialéctico.
El Mesías: Marx.
Los elegidos: El proletariado.
La Iglesia: El partido comunista.
El segundo advenimiento: La revolución.
El infierno: El castigo de los capitalistas.
El milenio: El Estado comunista.

Los términos del lado izquierdo dan el contenido emotivo de los términos de la derecha, y es este contenido emocional, familiar a los que han tenido una educación cristiana o judía, lo que hace creíble la escatología de Marx. Un diccionario análogo podría hacerse para los nazis, pero sus conceptos fueron más puramente estilo Antiguo Testamento y menos cristianos que los de Marx, y su Mesías más análogo a los macabeos que a Cristo."

No me cabe duda de que existen mejores historias de la filosofía en el mercado que ésta, aunque yo no las haya leído. Sin ir más lejos, la pantagruélica obra de Copleston puede ser una buena alternativa si se dispone del suficiente tiempo y no se tienen prejuicios ideológicos de índole religiosa, aunque precisamente sus dimensiones astronómicas hacen de ella una obra más eficaz como fuente de consulta que como material de lectura ligera. Desde luego, si nos atenemos a los criterios al uso, la obra de Russell podría ser considerada severamente defectuosa. Su descompensación temática le hace tener piernas esbeltas pero carentes de fuerza allí donde la filosofía moderna toma el protagonismo, una barriga cervecera digna de cualquier abadía medieval allí donde se trata la filosofía católica, y una joroba sobredimensionada en todo lo concerniente a la filosofía antigua. Y por si fuera poco, a veces peca de sesgada y parcial. Sin embargo, tener la oportunidad de leer a Russell, y cuando digo a Russell, hablo del Russell filósofo y no tanto del Russell erudito o del Russell comentarista, siempre es una bendición para el lector porque termina filosofando con gusto a su lado. Si a todo este cúmulo de pros y contras le añadimos el hecho de la pertinencia de ciertas analogías, la brillantez de algunas comparaciones, el humor soterrado en ciertos pasajes y el plus de leer a un filósofo que ya es parte integrante como objeto de la historia de las ideas (a pesar de que el russellianismo no exista), el veredicto es claramente favorable.

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